lunes, 17 de octubre de 2016

VLC - LGW . Sigmund Freud

Siempre hago un minucioso repaso a todo lo que tengo que llevar en cada viaje. Reviso cada calzoncillo, cada calcetín, cada camisa y cada pantalón. Cada par de zapatos, cada corbata, cada traje y todo el neceser. Siempre pongo de más para posibles contratiempos. Además la bolsa de mano con toda la documentación necesaria para mi trabajo.

Muchas veces me voy con la sensación de que me he dejado algo atrás, pero no suele ocurrir. A veces calculo mal los cambios de ropa y me compro algo de repuesto; o el tiempo de la ciudad cambia radicalmente y paso más frío o más calor de lo necesario. No es la primera vez que me voy sin ropa de abrigo y luego hace un tiempo del demonio.

Pero en general soy minucioso. La experiencia es fundamental y no tengo mucho margen de error.

Sin embargo hoy, no sé cómo ha podido ocurrir, me he dejado la maleta en casa. Toda la maleta. Ya estábamos en pleno vuelo cuando me he dado cuenta y, claro, he empezado a agobiarme. Mucho.

No sólo por no llevar nada de ropa, excepto la que evidentemente llevaba puesta. Mi imaginación ha empezado a dispararse y a pensar si, además de la maleta, me había dejado, por ejemplo, algún grifo abierto.

He estado todo el viaje repasando mentalmente cada rincón de mi casa y cada último movimiento que había hecho antes de salir. Evidentemente no recordaba haber dejado ningún desastre en marcha. Sólo visualizaba mi estúpida maleta en la puerta del recibidor.

Y después de esto he empezado a torturarme mentalmente pensando a qué se debía semejante olvido. Afortunadamente llevaba encima los papeles del trabajo y mi ordenador portátil, pero no lograba entender cómo había dejado algo tan evidente como la maleta.

Primero he pensado que debía ser alguna enfermedad. Soy un pelín hipocondríaco y la primera respuesta a cualquier problema siempre es alguna disfunción en mi salud. Luego he repasado el fin de semana en casa y he dado con la causa de mi olvido: la felicidad. 

He recordado que he salido de casa tarareando una estúpida canción de "Els amics de les arts". Digo estúpida porque aún ahora que escribo esto no he podido quitármela de la cabeza. He realizado todo el camino en taxi hacia el aeropuerto feliz y contento.

El fin de semana ha sido maravilloso y, claro, de ahí que mi mente estuviera en otro sitio. Una vez detectado el motivo, he empezado a relajarme. No mucho, ya sabéis que hay que mantener la mente en el vuelo, pero por primera vez en mucho tiempo me he relajado en un vuelo. 

Se me ha puesto cara de tonto recordando cada momento del fin de semana. Cada momento de felicidad vivida. Hacía tiempo que no me ocurría. No me extraña que se me haya olvidado la maleta. 

En fin, he llegado a Londres y he ido directo a comprarme de todo. Ropa para toda la semana. Y mientras compraba seguía tarareando "Jean-Luc". Con una estúpida sonrisa de oreja a oreja que despertaba no pocos recelos en el dependiente que me atendía. Supongo que no están acostumbrados a ver gente alegre. Y entonces me he sentido un poco idiota. O un mucho, porque, como dijo Sigmund Freud: "Existen dos maneras de ser feliz en esta vida, una es hacerse el idiota y la otra serlo." Yo hoy era doblemente feliz.

Sigmund Freud

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